 
Para que luego digan que el mundo clásico está pasado de moda....
Aquí os dejo el enlace a un reportaje publicado en el PAÍS SEMANAL del 5 de septiembre de 2010
Héroes y Guerreros. La hora del triunfo
HÉROES Y GUERREROS. LA HORA DEL TRIUNFO
ÓSCAR MARTÍNEZ 05/09/2010 
El fútbol, generador de mitos. Comenzó el verano con la victoria de la roja en el mundial. Iniciemos el curso con la moral alta en este repaso a nuestros guerreros, versiones actualizadas de los héroes épicos.
Es más que probable  que no nos hayamos percatado, pero con ocasión del pasado Mundial de  fútbol, a lo que hemos asistido es a un curso intensivo de cultura  clásica. Antes, durante y sobre todo después de que el árbitro británico  Howard Webb pitara el final del partido entre Holanda y España  presenciamos la actualización de una serie de símbolos que hunden sus raíces en la antigüedad griega y latina y que de una manera u otra aún siguen vivos.
Decía  Borges –quien, por cierto, detestaba el fútbol– que eran cuatro las  historias dignas de ser contadas. La primera de ellas, en alusión a la Ilíada, es la de una ciudad que ha de ser tomada o, más conmovedor aún, "la de los hombres que  defienden una ciudad cuyo destino ya conocen, una ciudad que ya está en  llamas". No deja de ser un manido lugar común la visión de un partido  de fútbol como la escenificación de un enfrentamiento bélico sobre un  terreno de juego, pero no es tampoco menos cierto que cuando sobre el  gran verde del Soccer City Stadium de Johanesburgo Arjen Robben reventó  los candados de la defensa española y se quedó en un mano a mano con  Casillas, unos cuantos millones de españoles sentimos que los de naranja  eran los griegos, y nosotros, los troyanos. Fue una visión fugaz y que  probablemente nunca existió, pero durante un instante el tiempo se paró y  vimos arder, envuelta en llamas, la red de nuestra portería, y por un  momento también flaqueó nuestra fe en los oraculares presagios de  victoria de un pulpo.
Al día siguiente, una crónica  aparecida en las páginas de este diario narraría con acentos épicos ese  instante crucial: "La jugada que marcó la Copa del Mundo llegó en el  arranque del segundo tiempo. Sneijder metió el balón por la cabeza de un  alfiler. El pase se coló entre los centrales españoles que tiraban la  línea y Robben se quedó completamente solo con 30 metros por delante  para pensar cómo ejecutar su gol. Casillas esperó un instante para que  se acercara y le salió hasta el borde del área para cerrarle el ángulo  de tiro. Hecho esto, amagó con que se tiraba a la izquierda con fuerza y  finalmente se dejó caer. Fue una décima de valor. Una décima de  paciencia. Robben, a un par de metros, fusiló a la izquierda creyendo  que había ganado. Pero el tiro pegó en el pie derecho del portero, que  con el empeine, apenas un roce, lo mandó a córner. Fue la parada del  Mundial. Para ganarlo, antes había que derrotar a Casillas".
No cabe duda, el  fútbol es una gran narración que solo cabe cantar con acentos épicos, y  que en ocasiones, perpetuadas en las palabras de los grandes locutores y  cronistas deportivos, adquiere dimensiones cuasi míticas. Y algo de  vagamente homérico hay en los epítetos que acompañan los nombres de los  jugadores, desde el feroz Tiburón Puyol, hasta el elegante Faraón de Camas, pasando por el Guaje Villa, el Niño Torres o Sweet Iniesta. Nada, en todo caso, como los términos, ya en desuso, de cancerbero (en su consabida referencia al perro de tres cabezas Cerbero, que en la mitología griega, guardaba las puertas del infierno) o ariete para recrear la metáfora de una ciudad en estado de sitio.
Lo  cierto es que si entendemos la mitología como la narración de un  conjunto de hazañas memorables llevadas a cabo por personajes de  cualidades extraordinarias en momentos y lugares prestigiosos y  evocadores, no podremos negar que el fútbol es un universo generador de  mitos. En el imaginario de los aficionados resuenan los ecos de los  triunfos más gloriosos y de los más rotundos fracasos más allá de lo que  ellos mismos han vivido, y desde luego no le hace falta haber visto  jugar en vivo a Di Stefano, Pelé, Cruyff, Maradona y Zidane para  reconocer su jerarquía absoluta dentro del Olimpo del fútbol. Es ahí, en  esa especie de país de la memoria que es el mito –un país construido a  fogonazos de imágenes en color y en blanco y negro–, donde ahora  conviven el lejano gol de Zarra y el de Iniesta.
La  historia es bien sabida: corría el minuto 116 del partido cuando  Iniesta recibe un pase de Cesc desde la corona del área y de un disparo  cruzado toma, por fin, la ciudad asediada y conquista para siempre la  gloria del triunfo. Ahí fue cuando nos dimos cuenta de que los griegos  eran los que vestían una camiseta azul con vocación de roja y de lo que es golpear un balón con toda el alma.
Ni siquiera el pitido final, con  el Mundial ya ganado y la alegría desatada, fue suficiente para sentir a  la selección investida de un aura de campeona. Nadie, que se sepa,  abandonó su puesto ante la pantalla hasta ver al capitán alzar el trofeo  en el mismo lugar de la victoria. Se trata de un hermoso ritual que, de  una u otra manera, hunde sus raíces en la antigüedad griega; no en  vano, la propia palabra tropaion, de la que deriva trofeo, hace alusión al lugar en el que un ejército había obligado a batirse en retirada (trope significa  vuelta) al enemigo. En ese preciso punto, los vencedores erigían un  túmulo con piedras o con las armas de los vencidos, o, en su defecto,  dejaban colgada de una estaca la armadura del adversario. Como es  lógico, nadie esperaba ver al capitán levantando un muro ni clavando una  estaca, sino alzando un trofeo de oro de 18 quilates, 36,8 centímetros  de altura y 5 kilos: la Copa del Mundo.
Una copa, como premio de una competición deportiva, aparece repetidamente mencionada en un testimonio literario tan temprano como la Ilíada. Allí,  el héroe Aquiles celebra unos juegos funerales en honor a su amado  Patroclo, y entre el variado elenco de premios que ofrece a los  contendientes aparecen trípodes y calderos, sin duda una versión más  utilitaria y menos estilizada que los modernos trofeos. Llama  especialmente la atención la referencia expresa a un trípode "de grandes  orejas", que es casualmente el calificativo por el que los aficionados  al fútbol reconocerían sin dificultad a la prestigiosa Copa de Europa.  Si tomamos en cuenta que el resto de premios que ofrecía Aquiles eran  por lo general mulas y cabezas de ganado, la que ha prevalecido ha sido  sin duda la opción más glamurosa.
Para  captar el valor simbólico y poético que encierra un trofeo podemos  acudir a uno de los pasajes más conmovedores de la literatura  occidental. En la Anábasis, Jenofonte nos narra el episodio histórico en el que un ejército de 10.000 mercenarios  griegos, con sus generales muertos a traición, emprendieron la retirada  a través de territorios desconocidos en busca del regreso a su hogar.  Cuando tras múltiples peligros divisaron desde lo alto de un monte el  mar que les habría de devolver a su patria, los curtidos profesionales  de la guerra no pudieron evitar proferir un grito de eco inmortal ("¡El  mar, el mar!"). Acto seguido, Jenofonte relata lo siguiente: "De  improviso, no se sabe por orden de quién, los soldados empezaron a  amontonar piedras hasta formar un enorme túmulo sobre el que colocaron  una pila de pieles de buey sin curtir, de bastones y de escudos de  mimbre que habían tomado como botín". No cabe duda de que el alzamiento  del trofeo es el símbolo de toda lucha, guiada por la esperanza y  culminada con la conquista, y algo de esa emoción indescriptible  debieron de sentir los 23 jugadores de La Roja al levantar una copa que  simboliza el mundo.
Hay,  sin embargo, una representación de la victoria que se ha instalado más  profundamente que ninguna otra en el imaginario popular moderno: la del  desfile triunfal de las legiones romanas. Lo que ocurrió al día  siguiente de la gran final, muchos lo vimos, y de alguna manera todos  estuvimos presentes. Cerca de un millón de personas esperaban a la  selección en Madrid dispuestas a homenajear a sus héroes y completar el  largo viaje de la victoria con una suerte de marcha triunfal. Envuelto en u
na  marea roja, el autocar de los campeones recorrió el corazón de la  ciudad. Pasaron por lugares tan emblemáticos como la Gran Vía y las  fuentes de Cibeles y Neptuno, referentes de aficiones rivales unidas  esta vez en la victoria. La selección solo podía avanzar lentamente  entre pancartas y banderas ondeantes, los vítores de la gente y el  clamor de las vuvuzelas, y durante varias horas asistimos a un  tipo de misterioso ritual que en otros tiempos sirvió para celebrar el  fin de una contienda.
En realidad es muy poco lo que se sabe acerca de la génesis del triunfo romano  y del sentido profundo de los símbolos que se desplegaban en él, como  el hecho de que el general victorioso llevara una túnica de color  púrpura y el rostro pintado de rojo. Ni siquiera el término triunfo, tan presente en las distintas lenguas modernas, tiene un origen claro, ya que deriva del misterioso grito de io triumpe! que las tropas, acaso sin saber más que nosotros sobre  su oscuro significado, proferían en su recorrido a través de la urbe.  En todo caso, hay estudiosos que han puesto el término en relación con  la palabra griega thriambos, el nombre de una procesión en la que  se honraba a Baco, dios del vino, a quien se le solía representar  acompañado de un interminable (y orgiástico) cortejo festivo.
En  esencia, la ceremonia del triunfo era una forma de representar y volver  a poner en acto la victoria. Por este motivo, el general vencedor, tras  acreditar que había comandado en persona la contienda y que sus hombres  habían dado muerte al menos a cinco mil enemigos, tenía derecho a  exhibir su logro por las calles de Roma, desde el Campo de Marte hasta  el templo de Júpiter, en el monte Capitolino. En el curso de aquel  trayecto tomaba lugar una de las escenas que más poderosamente ha  impregnado nuestro imaginario en relación con la idea de victoria: en un  determinado momento del recorrido, el general y sus legiones  atravesaban un "arco del triunfo", aunque según las fuentes latinas se trataba más bien de una porta triumphalis cuya  ubicación exacta todavía hoy se desconoce. Ya se tratara de una puerta o  de un arco, el gesto encerraba en sus orígenes un simbolismo que a día  de hoy aún no ha sido descifrado. Una de las teorías más atractivas y  poéticas concede a esta construcción la primitiva función mágica de  purificar a las tropas por la sangre humana derramada. Aunque quizá en  esta, como en otras cosas, lo hermoso es no entender todo del todo.
Sea  como fuere, en el desfile de la selección, el poder simbólico del arco  se hizo presente al menos en dos ocasiones: primero cuando a su llegada  al aeropuerto el cuerpo de bomberos formaron un arco de agua para que  los héroes llegados del cielo pasaran por debajo. En segundo lugar,  cuando los jugadores dieron inicio a su recorrido triunfal sobre un  autobús descapotable al amparo del Arco de la Victoria. En ese momento,  bajo esta construcción se proyectó, encarnado en un grupo de jóvenes, el  triunfo del talento, la unión y la disciplina. Por fin, acababan de conquistar  el derecho de portar una estrella sobre el escudo, un símbolo más de su  nueva posición y su prestigio en el nuevo orden futbolístico: "El poder  de La Roja conquista el mundo" era el lema que se podía leer sobre el  autobús que transportaba a los vencedores.
Merece la pena insistir en el vigor de  la metáfora bélica, pero también es necesario hacer algunas  acotaciones. Al igual que nosotros nos recreamos viendo una y otra vez  por televisión los goles de Villa, el cabezazo de Puyol y el definitivo  tanto de Iniesta, los romanos tenían ocasión de contemplar en el desfile  las maquetas de las ciudades asediadas y las pinturas de las batallas  vencidas. Pero existe una diferencia fundamental: que la victoria se  produzca sobre el terreno de juego y no en un campo de batalla no deja  de ser un triunfo en sí mismo.
El  triunfo romano, sin embargo, conllevaba en su celebración el reverso  tenebroso de la humillación del vencido. En los desfiles se mostraban  los despojos y riquezas de los ejércitos derrotados, así como a los  prisioneros capturados, que eran conducidos en cadenas por las calles de  Roma con la cabeza rapada. De hecho, el poeta latino Horacio nos  refiere la noticia de que la reina Cleopatra se habría suicidado con el  proverbial áspid para evitar ser conducida en triunfo por el futuro  emperador Augusto. Por el mismo motivo, el rey Mitrídates, famoso en la  literatura –de Plutarco a Borges, pasando por Alejandro Dumas– por tomar  pequeñas dosis de veneno para inmunizarse, habría tenido que pedir a su  hombre de confianza que lo pasara a cuchillo, ya que el veneno con el  que trataba de suicidarse no le hacía efecto. Dejando al margen estas  anécdotas, más o menos creíbles, es justo decir que en Roma también se  alzaron voces de una sensibilidad opuesta, como la de Séneca, quien  proclamaba que la magnanimidad con el vencido era una "victoria en la  victoria". No cabe duda de que ésta es una máxima que cada uno de  nuestros jugadores tiene bien interiorizada: Premio Fair Play de la  Fifa.
Otro de los signos bajo  los que hemos visto moverse a los hombres de Del Bosque y al  seleccionador mismo es el de la ausencia absoluta de soberbia, factor  que tal vez tenga mucho que ver con uno de los aspectos más conocidos de  la ceremonia del triunfo, como quedó magníficamente retratado en la  célebre película Quo vadis? En ella podemos observar cómo un  esclavo, situado detrás del general en su carro, le susurra  repetidamente unas intrigantes palabras: "Mira hacia atrás. Recuerda que  eres hombre". De acuerdo con los estudiosos, estas palabras rituales  tenían como finalidad rebajar la soberbia del general triunfante o bien  alejar de él la envidia de los dioses.
Por  otro lado, existía un aspecto en la procesión triunfal en el que las  tropas cobraban un especial protagonismo: se trata de la serie de  cánticos de carácter obsceno y burlón que los soldados dirigían a su  general. A estos efectos, el chismoso historiador Suetonio nos cuenta  cómo los soldados de Julio César entonaban a su caudillo este dulce  canto: "¡Atención, romanos, vigilad a vuestras esposas, ya está en casa  el calvo corneador! ¡Todo el dinero  que aquí le prestasteis, en las Galias se lo folló!". Muy probablemente,  el objetivo original de estos cánticos fuese también el de neutralizar  la envidia de los dioses y proteger a su caudillo del mal de ojo; en  todo caso, no es en absoluto descartable que alguno encontrara más que  satisfactoria esta forma de proteger a su jefe (los educados chicos de  La Roja se habían limitado a mantear discretamente a Del Bosque). En  todo caso, debía de tratarse de un instante de especial complicidad  entre las tropas y el pueblo que les aclamaba.
Hasta  un cierto punto, cualquiera de los 23 jugadores de La Roja habría  pasado desapercibido mezclado entre los millares de personas que les  aclamaban como héroes. "Somos gente de la calle, gente normal", había  dicho Casillas, y eso es precisamente lo que, tras su gran hazaña, los  convierte en excepcionales. En un momento dado de la celebración tomó la  palabra el mejor maestro de ceremonias; Pepe Reina saludó a sus  compañeros al grito de "¡Espartanos!" de la película 300 de Zack Snyder, y entonces sus compañeros y la multitud le respondieron con un aullido guerrero. 
A partir de este momento quedó sellada la comunión entre los campeones y sus admiradores y comenzó el show.
Pero hay una parte crucial de la ceremonia de la que apenas ha quedado constancia: ¿qué pasaba –se pregunta Mary Beard en su excepcional El triunfo romano (Crítica,  2009)– con los vendedores de comida y refrescos? ¿Qué hay de los  espectadores que sufrían los golpes de calor, o de los que apenas podían  disfrutar en la lejanía de las maravillas que los demás aplaudían?  ¿Constituían estas celebraciones tan buena oportunidad para el amor como sugiere el poeta Ovidio en su Arte de amar?
En  definitiva, ¿qué pasa con nosotros? ¿Cuál es en realidad el papel de  todos aquellos que en la calle o desde casa celebramos el triunfo con  los campeones? Sin duda, se trata de un tipo de acontecimiento que  genera miles de experiencias, miles de narrativas personales que, todas  sumadas, acabarán al cabo del tiempo instalándose en ese país de la  memoria del que hablábamos al principio. No es improbable que el papel  de la afición sea el de custodiar y alimentar para siempre el fuego  sagrado de los mitos.